Es difícil expresar con pocas palabras lo que estamos viviendo estos días. Aunque es más difícil anticipar lo que puede pasar y qué rumbo pueden tomar los acontecimientos en los próximos meses. Nos falta distancia intelectual para poder captar la gravedad del momento y nos vemos confrontados a una riada de emociones que fluyen por el cuerpo social. Con todo, estamos llamados a pensar y formular algún mensaje constructivo, capaz de curar las heridas emocionales que han causado y de pacificar los entornos en los que desarrollamos nuestra vida.
La hora presente nos exige la audacia de discernir. Hay que evitar las generalizaciones, las simplificaciones y los fáciles maniqueísmos de signo populista que nos atrincheramos y nos separan cada vez más unos de otros. Etiquetar es fácil y también lo es acusar con el dedo. Necesitamos discernir lo que tenemos que decir y tenemos que hacer en cada momento.
Hay palabras que hieren, hay palabras que curan y enlazan personas y pueblos. Hay gestos que polarizan la sociedad; pero hay que nos hacen sentir hermanos a pesar de nuestras legítimas diferencias ideológicas. Discernir es esencial para no perder de vista que lo que nos une a todos los seres humanos es más profundo y más sólido que lo que nos separa. Debemos construir sobre lo que nos une.
El rechazo absoluto a cualquier forma de violencia, sea física o verbal, estructural o cultural, nos une como pueblo. El anhelo de paz y de convivencia se ha puesto de manifiesto por las calles y por las plazas. Personas de generaciones diferentes, personas de opciones políticas diferentes y de tierras muy lejanas se han sentido llamadas a rechazar toda violencia. Queremos vivir en paz y queremos convivir con armonía.
La hora presente nos pide discernir qué debe hacer cada uno. Hay que examinamos si en el entorno donde estamos situados, somos instrumentos de pacificación o de tensión. Todos tenemos nuestra responsabilidad. También los medios de comunicación social deben presentar lo que sucede con veracidad, haciendo honor al principio deontológico de la imparcialidad. El paradigma de la posverdad abre la puerta a la arbitrariedad y la polución y intoxicación ideológica.
La hora presente nos exige potenciar todos los puentes de diálogo. La palabra diálogo ha sido dañada y reducida a una pura caricatura de lo que debe ser. Necesitamos crear las condiciones para que este diálogo sea posible. Hay demasiados obstáculos, demasiado resentimiento y rencor que pueda tener lugar, pero el diálogo es la única herramienta que tenemos para llegar a entendimientos racionales. Independientemente de cual sea el marco jurídico y político resultante en nuestro país, solamente se podrá llegar a una solución que no sea lesiva para los derechos de las personas y de los pueblos si hay diálogo entre las partes implicadas. Sin diálogo, todos perdemos y perderíamos. Para hacerlo posible, hay que trabajar en la mediación y aprender de la resolución de otros conflictos de todo el mundo que, mediante la mediación, han encontrado una solución exitosa.
La violencia hace imposible el diálogo, crea miedo, indignación, rabia, resentimiento, impotencia y nutre la ira. Ahora más que nunca, nos lo tenemos que creer. No todo está perdido; somos seres capaces de llegar a acuerdos mediante el diálogo, pero hay que crear las condiciones oportunas para que este tenga lugar y también hay que disponer de los interlocutores adecuados.
La hora presente nos exige gobernar las emociones tóxicas desde la racionalidad, ser capaces de entender las razones de los demás y, a la vez, reconocer aquellos mínimos principios que nos unen, más allá de las opciones políticas y espirituales.
Hemos dado ejemplo al mundo de civismo, de resistencia pacífica y respeto. No podemos perder ese capital ético. No podemos dejar que las minorías provocadoras envenenen el cuerpo social y hagan brotar en él las pasiones más salvajes de la condición humana.
Tenemos el don de la palabra para encontrar soluciones inteligentes a nuestros problemas. Hagamos un uso cuidadoso y discernamos atentamente cada acto que realicemos, especialmente aquellos que tienen la difícil responsabilidad de gobernarnos. En estos momentos, no podemos perder la esperanza ni abandonarnos al clamor del no hay nada que hacer. Todo está por hacer, pero necesitamos confianza para hacerlo realidad.
Francesc Torralba es vicepresidente de la Fundación Carta de la Paz dirigida a la ONU